Mauricio Rosadio llegó a Canadá con las ganas intactas, con los ojos puestos en el porvenir y el corazón todavía entero. Vancouver lo recibió luminoso, amplio, lleno de posibilidades. Pero la vida, siempre a destiempo, decidió romperle el alma cuando más ilusionado estaba. Le tocó empezar de nuevo, sí, pero desde la fractura. Y cuando todo parecía ir hacia arriba, se quedó sin alguien a quien llamar. De ese quiebre salieron poemas que luego se volvieron canciones, y de esas canciones nació LANGARA: un primer EP que no estaba en sus planes, pero que terminó siendo su forma más honesta de reconstrucción.
En vez de huir o empacar la pena de regreso a Lima, Mauricio se quedó. No porque fuera fácil, sino porque algo adentro le pedía resistir. Quería demostrarle al espejo —y solo al espejo— que podía levantarse distinto. Fue ahí, en la calma extraña de una ciudad que no conoce tu historia, donde empezó a convertir sus poemas en música. LANGARA se escribió en silencio, sin testigos, pero con determinación. Es un diario que no pide consuelo. Tiene cinco entradas. Todas sangran.
“Perpetuos” y “Van Gogh” son intentos desesperados por sostener lo que ya se había quebrado. “Langara”, la canción que da nombre al EP, apunta sin rodeos a la herida abierta. “¿Podrás llamar?” es el eco de una súplica que no tuvo respuesta, un mensaje que nadie leyó. Y “Lo sé, te usé” cierra la historia con una mezcla rara de lucidez y arrepentimiento. La estructura parece mínima, pero el temblor se siente en cada línea. Hay algo en el tono, en la pausa, en la entrega, que no suena a debut: suena a alguien que no tenía otra salida.
Mauricio no grabó este disco para sonar mejor ni para que lo escuchen miles. Lo grabó porque necesitaba terminar de escribir lo que ya venía diciendo en verso. Fueron 21 días intensos, junto a Fidel Flores Rojas en la composición y con producción de Marshall y Deverow. Nada se forzó. Todo quedó crudo. Las canciones están ahí, con su respiración agitada y sus decisiones tomadas. Y aunque no hubo épica en el proceso, sí hubo una especie de fe íntima: la convicción de que del arte todavía se puede salir entero.
LANGARA no grita ni se hace el importante. Apenas susurra lo suficiente para que uno se quede. Es el primer paso de alguien que no quiso volver, no porque no doliera, sino porque entendió que la salida no siempre es para atrás. En su lugar, eligió quedarse y transformarse. Y si uno escucha con atención, lo que se oye no es solo dolor. También hay amor propio, hay coraje, y hay esa forma tan humana —y tan valiente— de comenzar de nuevo con las manos vacías, pero el alma en reconstrucción.