Bailar en ruinas también es una forma de resistencia: Ballet Mecánico presenta ‘Primera Secuencia’

Fernando Pinzás entendió que las resacas culturales no se evaporan: se transforman. Primera Secuencia, su debut como Ballet Mecánico, no intenta revivir una época con vinilos brillantes ni beats nostálgicos de feria retro. Este no es un homenaje vintage, sino una intervención sonora desde el presente. Una que arrastra los residuos del synthpop, el Hi-NRG y el italo disco hasta hoy, no para romantizarlos, sino para desarmarlos y reconfigurarlos con las herramientas de quien ha sobrevivido al encierro, al ruido institucional, a la ciudad que quema.

Desde el arranque con “No cederé” —donde Susana Fátima canta como quien sostiene una promesa mientras todo se desploma— queda claro que Primera Secuencia no quiere maquillar el presente. No se disfraza de lo que ya fue ni busca el aplauso fácil de la nostalgia: propone otra forma de recorrer los géneros que alguna vez hicieron del dancefloor un sitio de escape. Pero aquí no hay escapismo, sino crónica: una que se baila con rabia, entre luces que no iluminan del todo. Si el ítalo disco fue alguna vez un sueño hedonista, este disco lo arrastra a la tierra y lo convierte en otra cosa. Más que volver al pasado, se trata de hackearlo.

Cada canción hace estallar un recuerdo. “Rosa era inocente”, junto a Laura Rosales, parece escrita desde la desesperación de una radio comunitaria antes de ser apagada. “Mascarilla”, con Luxsie, podría pasar por el diario sonoro de una mujer obligada a sobrevivir en un sistema que la vigila incluso cuando baila. “Como la última vez”, en voz de Noelia Cabrera, tensiona el beat justo antes de romperse: como si dijera que no queda otra que aferrarse al movimiento. “La ciudad de los incendios”, con Elva Cío, funciona como síntesis: sintetizadores que crujen, armonías que se quiebran, y una frase que es también un parteaguas: «Te han visto arder, te han hecho estallar; te caes a pedazos, te pones a temblar».

Detrás de cada capa electrónica, hay huellas. En “La memoria es un acto político”, Kat Kathia habla con la urgencia de quien sabe que si no grita ahora, el silencio lo devora todo. “Fábricas del miedo”, junto a Anabhell, es una catarsis sintética que nunca deja de ser visceral: entre líneas, suena a justicia postergada y a cuerpos que siguen de pie. “Testamento”, con Luminiscencia, suena a despedida, pero también a legado: la prueba de que el pop puede documentar una época sin traicionar su sensibilidad.

La producción colaborativa entre Fernando Pinzás y Antonio Ballester, Oman Morí, Rafael Benavides y Juancho Esquivel, y la masterización de Antinori, encuentra belleza en el derrumbe. Sin explotar la estética vintage ni fetichizar el sonido retro, logra dotar de identidad propia a un álbum que se sostiene en su convicción narrativa. Aquí, las máquinas no se imponen: son herramientas para construir espacios sonoros donde cada colaboradora imprime su voz, su historia, su herida. Lo que brilla, brilla con razón.

Primera Secuencia no solo pone a dialogar géneros como el synthpop, el techno melódico, la electrónica industrial y el darkwave latinoamericano: les da un sentido. Lo que emerge no es una postal de los 80, sino un retrato oscuro y presente de lo que significa resistir desde el cuerpo y la voz. Es un álbum hecho para sonar en clubes invisibles, para escucharse con audífonos en avenidas hostiles, para recordarnos que incluso cuando no hay esperanza, queda el ritmo. Y si hay ritmo, hay alguien aún latiendo.

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