Brageiki compone desde el aire fino de Huamanga, en una latitud donde el charango no remite a la nostalgia folclórica, sino a la fractura entre la memoria y el porvenir. Su trabajo ha estado siempre en esa intersección inquieta entre el folklore andino y los lenguajes electrónicos menos domesticados. Con Pawanayki, su nuevo álbum editado por A Tutiplén Records, el músico ayacuchano se lanza a explorar el vuelo como gesto ancestral y como estructura musical. Diez piezas hiladas por una pulsión migratoria, donde el instrumento andino deja de ser un símbolo y se vuelve un dispositivo de escape, un artefacto técnico con voluntad experimental.
La palabra quechua “Pawanayki” remite a volar, y con ese gesto se organiza todo el álbum. Pero el vuelo del que se habla aquí no es luminoso ni aerodinámico. Se trata de trayectorias no lineales, migraciones no románticas, aleteos forzados por la memoria genética y el cansancio. Brageiki se obsesiona con las aves, no por su ligereza sino por el peso invisible que cargan en cada desplazamiento. A través de capas, loops y estructuras que rompen la métrica, el disco se convierte en un homenaje a la transformación en tránsito, a la posibilidad de desarraigo como método compositivo. El charango ya no adorna la electrónica, la infiltra, la interrumpe, la recodifica.
Para lograr esa alquimia Brageiki trabajó en Urpicha Records bajo la dirección de Joaquín Bock. La producción, meticulosa pero intuitiva, permitió amplificar cada texturalidad sin despojarla de su origen. Dos charangos construidos por Vladimiro Sánchez Cutti con maderas nativas peruanas actúan como detonadores principales. El resultado no responde a categorías previsibles. A veces se asoma a la disonancia industrial, otras al ambient más áspero. Pero en todas sus mutaciones, el charango marca el ritmo, como si esas cuerdas registraran un idioma paralelo.
Antes de todo esto, Brageiki fue Braigan Vega, adolescente de Lima Norte trasladado a Huamanga, iniciándose en la banda sinfónica salesiana, tocando trombón y bajo barítono. A los 17 descubrió la guitarra, formó una banda de pop punk y luego decidió torcer todo lo aprendido. Su debut Tutamanta ya apuntaba ese desvío, con estructuras que se descomponían, cajas de ritmo que se fundían con quenas, atmósferas donde la electrónica absorbía lo ritual. Pawanayki no parte de cero. Prolonga esa genealogía errante, la condensa en un gesto más depurado, menos espectral y más frontal. Sin programar el destino, pero con plena conciencia del terreno que pisa.
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